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Moho en Frankfurt, 2020.

Texto escrito por Guillermo Santos.

Crítico, escritor y editor de la revista Zopilote Rey.

Gracias a la generosidad de Guillermo Fadanelli y Yolanda M. Guadarrama, fundadores de Editorial Moho, asistí como editor segundo a la Feria de Frankfurt 2018, en la que la editorial formó parte del Invitation Programm, una iniciativa del gobierno alemán que busca visibilizar a editoriales independientes y diversas de todas partes del mundo. (Este año, 2020, la editorial Moho fue invitada y participó vía electrónica debido a la pandemia).  

La edición, creo, tiene menos que ver con corregir textos y subsanar errores que con generar o compartir una “idea del mundo”. (Es cierto que la edición, arte sutil, cuando se hace bien, pasa desapercibida: el editor queda oculto). Quienes se dedican a publicar textos en cualquier medio, ya sea en copias o en un sitio web o de otros muchos modos posibles, entienden que una editorial o una revista no es una reunión de artículos sino una reunión de objetos peculiares (como cuando alguien muestra elementos extraños en una calle, que nadie espera: podríamos encontrar que lo inusual está a la vuelta de la esquina y descubrir que nuestra vida es una suma de esos objetos).

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Un ejemplo de una editorial con temperamento es Moho. Es resultado de una posición plenamente subjetiva, un proyecto de ánimo marginal y entonación anarquista. Cualquiera que abra una de las revistas Moho publicadas en los 90, o primera década del siglo XXI --hoy objetos de colección bastante difíciles de conseguir, fetiches de la posmodernidad-- encontrará un conjunto de reflexiones, relatos o juegos visuales que rompen el anquilosamiento mental o que se burlan del consenso. Evidentemente, el grupo reunido en torno a Moho deseaba provocar, buscar caminos alternativos a la abulia o continuar con el desorden de los sentidos por otros medios. Diferentes batallas tuvieron lugar bajo un mismo número de hojas: músicos, pintores, poetas, punks y cronistas de la vida nocturna y periférica de la Ciudad de México trataban de hacer evidente su existencia. Yolanda M. Guadarrama, bailarina y una de las principales impulsoras de videodanza en México acertó muy bien a crear diseños inesperados, una mezcla extraña de ironía y una gracia extravagante: mucho de esta actitud las lleva a sus piezas audiovisuales que relacionan literatura, filosofía y movimiento corporal. Todo ese impulso creativo sigue sosteniendo la estética de Moho. 

Una de las tantas ideas planteadas por ciertos creadores (y que también se explicita en el arte contemporáneo), es que habitamos un mundo en el que “el reloj de nuestra época se ha quebrado” y que todos los tiempos (y lugares y cosas) están mezclados, como en un sampler o en una máquina averiada (y esta máquina podría ser sencillamente la mente humana). La revista Moho buscó su propia manera de decirlo.  En ella lo que me sorprende es su necesidad de crear una cultura de la conversación, de cómo pensamientos o ideas supuestamente disímiles pueden habitar el mismo mundo, es decir, las mismas páginas. En cualquier revista de Moho puede haber ensayos sobre cibernética, Pedro Almodóvar, Thomas Bernhard, imágenes de Felipe Lara, Miguel Calderón o Estrella Carmona (incluso hay algunos números con textos no firmados ni atribuidos, como si buscaran la disolución de la personalidad).  La noción de collage se volvió importante para ellos. Una mezcla extravagante que, a veces, roza el delirio estético. El fin del milenio, con todas sus ideas apocalípticas, tuvo su correlato en las páginas de Moho. Como si el mundo se saliera de sus goznes. Y hubiese que estar ahí para testimoniarlo.

          Como la mayoría de las editoriales emergentes en México tuvieron que echar mano de una estrategia de guerrilla: los números circulaban entre conocidos en fiestas, bazares y mercados de música y otros lugares alternativos. Surgida alrededor de un grupo de amigos que habían estudiado ingeniería civil, la revista poco a poco se convirtió en un laboratorio creativo. En algún punto, y como sucede con la gran mayoría de las revistas en México, dejó de publicarse para dar paso a su editorial. (Algo que todos los que solemos coleccionar revistas lamentamos porque, de continuar, seguramente seguirían siendo objetos extraños en la planicie de lo cotidiano).

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Phaidos, Moho, Acantilado.

La mayoría de los libros publicados en la editorial han sido operas primas, escritos de autores jóvenes o desconocidos en el ámbito de la literatura mexicana pero que, luego, obsesionados con la escritura, han elegido un camino literario: es decir, han seguido publicando libros. Ese primer impulso que Moho les ha dado es fundamental. (También es significativo para sus jóvenes lectores, que albergan la esperanza de algún día poder tener un pequeño lugar en la literatura y en el arte, o de poder tener una vida creativa en medio de sus tribulaciones.) Muchos de estos autores poseen otros oficios o han llegado a la escritura con una perspectiva diferente, pues son artistas visuales, djs, melómanos, punks y anarquistas (lo cual los diferencia del común del escritor mexicano). Podríamos decir que Moho ha creado a su propio mundo de lectores: sus libros no solicitados no cumplen con las expectativas del mercado, sino que inventan un modo de leer; en ese sentido, no quiere ser necesariamente complaciente, sino que cada libro que se suma va creando un perfil que va cambiando con los años.  El lector va de un libro a otro encontrando diferentes cosas. La relación que posee la editorial con las artes visuales resulta interesante, pues conjunta narraciones con imágenes de artistas como Enrique Oroz, Daniel Guzmán o Daniel Lezama, además de piezas de creadores emergentes. Hay mucho de cómic en cada publicación. Pretenden que la literatura no sea un ejercicio solitario sino un festín de diversidades. 

          Algunos autores o libros de Moho serían difíciles de ubicar si no los hubiesen puesto en circulación. Pienso, por ejemplo, en un artista tan irreductible como Rubén Bonet. Rubén es un hombre tan inteligente como marginal, un crítico de arte y artista visual polifacético, aforista potente y elucubrador de ideas solipsistas (para darse una idea, vale la pena revisar sus reseñas y artículos sobre arte en la web de Replicante). Es difícil sentarse junto a Bonet sin que se desate la anarquía en la mesa.  Recuerdo algunas de sus sentencias en Suicidios minúsculos: “Un hombre que se precie debe empezar por conseguir un puñado de enemigos ilustres”; “El aforismo, mínimo esbozo de la NADA”; “Envejecer significa que te conmueva lo que no hace tanto era objeto de desprecio”.

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Creo que el humor en la literatura es algo difícil --no cualquiera puede lograrlo--, por eso me llama la atención que sean dos los libros de relatos publicados por José Ángel Balmori que contengan esas dosis de humor ácido: Ascópolis y Década podrida. Dichos libros no sólo ofrecen el relato de vidas de perdedores y páginas autobiográficas de un melómano nacido en Tuxtepec, Oaxaca, sino que es muy complicado no carcajearse al pasar nuestros ojos por sus páginas. Una suma de burlas y autosarcasmo constante. Supongo que es alguien que trata de eludir todas las instituciones posibles.

          Otro libro que me interesa de Moho es El día que la vea la voy a matar de Guillermo Fadanelli, que es una crítica a la estupidez humana, una inteligente parábola de las cosas que hacemos cuando somos presa de la locura, y la locura, lo sabemos, es algo que no puede detenerse.  Así que el autor simplemente puso en diálogo a todos esos seres vapuleados por la realidad que se resisten a ser sometidos por el orden establecido y creó un catálogo de marginalismo. Cada cuento es tan irreal que podría haber realmente ocurrido en la Ciudad de México. Es un libro lleno de imágenes negras y precisas. Más una provocación inteligente que una apología de la violencia (no hay que dejarse engañar por el título).  Uno de los pocos libros de cuentos que podríamos alinear en los clásicos de literatura breve en español en esta época. (Una época que hace de las novelas el bien absoluto de la literatura: “es lo que más se vende”).  

Si me preguntaran acerca de qué libro de Moho recomendaría a cualquier lector no dudaría en decir que Sudor añejo y sardina, de Enrique Blanc. Lo digo porque es un libro de relatos bastante potente, que sin duda fue escrito con el ánimo maldito y triste que toda narración debe habitar. Los paisajes destruidos --los humanos y geográficos-- la sordidez o la narración van fundiéndose, creando textos breves y en ocasiones melancólicos.  (“El pasado detona en la memoria como una tormenta eléctrica”). Sus textos me recuerdan a Carver, a Bolaño, y otros escritores salvajes, aunque también a las historias que cuentan las paredes de una estación de autobús o que se pueden intuir a partir de un automóvil abandonado.

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Yo me pregunto por qué una editorial que ha publicado estos y otros libros tan interesantes o descaradamente intelectuales como los de un viejo dandy como Roland Jaccard (traducidos por Guillermo de la Mora) pasa casi desapercibida en el mundo de la literatura. Quizá porque sus creadores han preferido alejarse del pulso intelectualoide que recubre lo que sospechamos es una editorial mexicana y han preferido crear su propio mundo y autoexiliarse. En fin, creo que el catálogo de Moho está hecho de personalidades únicas. Su modo en que ha administrado la malditez de todos sus artistas resulta indispensable para entender el sentido de sus libros. Si han logrado eso supongo que lograrán cualquier cosa. Los últimos libros publicados en Moho pueden ser una radiografía “de un país en ruinas”: La piedra de las galaxias de Adrián Román y Volver a DF, un libro que reúne crónicas de diversos escritores con la gráfica irreverente de las nuevas generaciones curada por Miguel Núñez.   

          Volviendo a la invitación a Frankfurt en 2018 diré que Frida Castañeda y yo fuimos a tomar el seminario intensivo de edición que ofrecían a un conjunto de editoriales de la Indonesia, Uzbekiztán, Colombia, Marruecos, Nepal y una veintena de países. El seminario consistió en un curso de diseño de libros, gestión y negociación de derechos de autor y de varios recursos fundamentales para hacer de una editorial un proyecto profesional. No dejo de pensar en la importancia de que existan este tipo de encuentros porque de cualquier otra forma sería difícil entablar una conversación acerca de los intereses y perspectivas diversas a la hora de publicar libros. Todo se pone sobre la mesa. Te das cuenta de lo inmenso que es el mar de la literatura y que, como en el océano, hay ballenas y cachalotes y calamares y otros animales extraños que buscan engullir a los peces pequeños. El Invitation Programm precisamente busca lo contrario: abrir espacio y dar voz a los pequeños movimientos culturales que ocurren a través de editoriales independientes. Por eso la relevancia de convidar  a una editorial como Moho, que surca el mar a contracorriente. En la Feria de Frankfurt puedes hallar las ideas impresas de la humanidad, algo que resulta tan cautivador como apabullante. La experiencia es única y forma una necesaria escuela para cualquiera que quiera dedicarse a crear libros, sea cual sea su enfoque.

            En Alemania me enteré de que otras editoriales mexicanas independientes pueden asistir a Frankfurt gracias a la CANIEM. Lamento que ya no den este tipo de becas (la retiraron en 2019 y hubo una crítica muy fuerte a estos recortes) y que casi siempre sean los funcionarios y no los que crean la cultura los que acudan: casi ninguno de los jóvenes editores mexicanos que conocí creo que pudieran tener la posibilidad de viajar a Europa con sus propios esfuerzos, siendo la literatura un campo sumamente ninguneado en este país. Y esto no es algo que haya ocurrido recientemente: hay gente que piensa que la literatura y el arte no sirven para nada (desafortunadamente a veces a estas personas les toca tomar las decisiones).

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En el seminario de Frankfurt la editorial Moho contrastaba por sus diseños extravagantes o su idea de la literatura: “Salud para los enfermos, virus para la gente sana” es su slogan (mis compañeros sólo se rieron cuando les expliqué que la frase era en realidad una broma).  Uta Schneider, decana diseñadora editorial y tipográfica, destacó el diseño innovador y contundente de Moho, así como su intención de colocar incluso a los autores de los libros como parte de las portadas. Cuando me preguntaron si los escritores de Moho eran famosos en México sólo se me ocurrió decir, “nadie es famoso”, es decir, nadie en la literatura lo es o lo debería ser. La fama “mediática”, me imagino, es para otro tipo de disciplinas. Los autores de Moho transfieren a la literatura un ánimo antisolemne y por eso tenía cierta resonancia por allí. En el Stand A 129, junto a la editorial Kokachi (India) y frente a Hotel de las ideas (Argentina) colocamos un cartel que era parte de la camisa de uno de los libros de Fadanelli (Meditaciones desde el subsuelo de Almadía). Algunas oraciones en el papel: “Es desde el subsuelo desde donde se hace venir la literatura”; “Somos los inquilinos de un malentendido” y “Bienvenidos a la brutalidad globalizada”.  Sólo un gesto. Me imagino que la gente que llegaba y conversaba con nosotros, que compraba libros o tenía curiosidad, buscaba algo esencialmente diferente.   

          Las editoriales independientes están allí para mostrarnos que la existencia humana es polifacética. Creo que Moho ha logrado hacer de la literatura un movimiento estético: es decir, aparte de su extravagante catálogo de publicaciones hay un grupo de personas que sigue y replica los gustos propuestos por sus creadores, que colecciona no sólo los objetos físicos sino sus ideas. Después de 25 años Moho sigue teniendo ese espíritu irreverente que los condujo a crear un proyecto tan específico. Sigue saliendo de la órbita de lo común y no quiere someterse.

 

 

 Guillermo Santos.

"Hay gente que lee porque hay gente que escribe, quita a ambos y queda Moho" Guillermo Fadanelli

 

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